Corría el año 9 a. C. cuando el Emperador Romano, Augusto, necesitaba forjar una paz duradera en Germania. Varias revueltas habían sacudido la estabilidad de la zona, sobre todo después de que se organizasen los germanos para constituirse como un único pueblo en vez de pequeñas tribus. Arminio fue su líder, un noble germano que había estado veinte años en Roma siendo educado como un romano más (era un método de asegurarse, en teoría, la amistad de los pueblos enemigos: una vez vencidos, se llevaban a los hijos de nobles a Roma para educarles en su generosidad). Augusto decidió enviar tres legiones a la zona, cerca de 20.000 soldados, porque nada garantiza mejor la paz que desplegar a un gran ejército en la zona.
Pero Arminio, que conocía los planes del ejército romano y sabía cómo destruir a su enemigo, esperó agazapado en el bosque de Teutoburgo. Es una de las regiones más frondosas de Europa y, para quien no conoce bien el terreno, una trampa mortal.
En latín, hay varias palabras que describen al ejército: exercitus, de donde viene nuestro término; acies, que describe a un ejército en formación de batalla y agmen, un ejército en marcha. Entre las dos últimas, hay una gran diferencia: cuando el ejército romano está preparado para la batalla, las legiones se organizan en filas compactas, bien armadas, y con compañeros preparados para que, cuando la primera fila estuviese cansada, reemplazarles y poder contener el ataque rival. Pero la formación del ejército en marcha era muy diferente: avanzaban en columnas que podían ocupar varios kilómetros, sin todas las armas que se utilizaban en la batalla sino guardadas en los carruajes que llevaban, además, otros elementos necesarios para construir los campamentos.
Así que Arminio esperó, y, en lo profundo del bosque, sin ser vistos, reunió a unos 5.000 hombres para atacar al ejército invasor. Con rocas gigantes envueltas en fuego, flechas, gritos atronadores y el factor sorpresa, los germanos asaltaron al ejército romano, y durante varios días masacraron al ejército conducido por Varo. Apenas algún romano pudo escapar de tal carnicería.
Cuentan también que, cuando Augusto se enteró de esta noticia, enloqueció, y deambulaba por su palacio gritando “¡Varo, devuélveme las legiones!” mientras se golpeaba la cabeza contra las paredes. La pérdida de tantos hombres no debió ser fácil de digerir para el Emperador, que nunca vio a Germania como Provincia Romana.
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